sábado, 25 de agosto de 2007

El jardín secreto.



Parecen los dos soles, cayendo inmóviles, llamarme al cristal marino de tu vientre. El oleaje fluorescente acariciarme, cobijarme.
Le pagué cuatro gemas al barquero, cuatro peras rojas como rubíes, para que me llevara sobre el mar de nubes hasta la isla de las tortugas. Descendí al portal de corales. Me esperaban los heraldos de la reina, dos pequeños hipocampos traslucidos, los ojos verdes como el jade, los correajes de tulipanes de negra seda. Íbamos por la ancha avenida, bordeando el malecón, hacia el palacio.
Teníamos prohibido salir de los jardines, y por ello, no había momento del día en que no pensáramos en hacerlo. Mas allá podíamos adivinar la playa, las olas espumosas de las nubes, el sordo golpe de los remos. Nos entreteníamos con las palabras. Jugábamos a descubrirles, inventarles, significados nuevos, o simplemente ya olvidados. No creo, no creíamos que alguien pudiera comprender a nadie, que nadie pudiera comprender a alguien. Cada uno de nosotros pone en cada pétalo el perfume que desea, y es así como una flor que para mí exuda nostalgia, y me trae el volar errático de las gaviotas en los acantilados, es para vos, cuando te la ofrezco, el alegre crepitar de los maderos en el hogar, los juegos de luces de tu cabaña de lajas, bajo la luna. Es imposible todo esfuerzo. No hay muerte más definitiva que el rendirse a intentarlo, ni más absoluto abandono que el pretender comprender, aprehender al otro.
Me dieron acceso al pasadizo. Camine entre muros abovedados, entre antorchas de prismas y helechos amarillos que acariciaban mi cuerpo descuidadamente. Ascendí a un mundo de lunas y estrellas, elípticos espirales en el cielo y cabañas de lajas negras.
Camine incansable, adivinando rostros, componiendo gestos, reinventando lenguas. Camine por un desierto cegador y blanco, con una serpiente bizca como guía. Desande los caminos sin principio, pero con un final seguro, árboles sin sombra, pájaros sin alas, rosas sin perfume, espinas como gotas de sangre, dulce, espesa, roja miel de tus labios. Dormí, soñé en un valle nevado sin cumbres, a orillas de un río de aguas inmóviles.
Pasaron días, meses, años, y seguí vagabundeando, remontando un barrilete con los signos de tu nombre, con los rastros de tu mascara.
Un amanecer, ya cansado, llegue a tu fuente y me vi esperándote. Llegabas de buscarme, del jardín que tenias prohibido abandonar, del mar de nubes, la avenida de corales, el malecón camino al palacio, el desierto cegador y blanco, rosas, pájaros, valle, río, lunas y cabañas de lajas negras.
Te vi venir caminando lentamente hacia mí, los ojos cerrados y ciegos por el tiempo, por los infinitos espejos. Te espere en silencio, aunque los pocos pasos que nos separaban demoraran mil años en ser completados. Te vi llegar, el fuego azulado de tus cabellos, tus mejillas de ópalos, tu sonrisa horizontal de cascadas.
Después de tantos soles, de tantas lunas, tu mano se poso sobre mi hombro, y al besarme tus labios, tu cuerpo se deshizo en cenizas. Cenizas verdes, amarillas, azules, coloradas, pequeñas lentejuelas, errantes chispas sobre el fuego del hogar.

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